Tumbada en una esterilla en un chiringuito de la montaña, rodeada de cojines, decoraciones artesanales, música chill-out, pajaritos, descalza y relajada, cierro los ojos e imagino estar en Formentera, pero no lo estoy, ni estoy en España, ni en Europa.
Estoy en Tailandia, en un país cansado de sus contradicciones y diferencias sociales, donde un grupo de opositores lucha pacíficamente, hasta hoy por lo menos, para cambiar la realidad política de este lugar. Hacen oír su voz, sus reivindicaciones protagonizan telediarios y noticias internacionales de periódicos extranjeros. Derraman decenas de litros de sangre, donados por sus seguidores, frente a los edificios gubernamentales y administrativos para demostrar que están preparados para la lucha, que cada día que pasa las instituciones pisotean sus ideales, sus derechos y sus vidas.
En mi país también queremos luchar para cambiar la situación política actual, quizás no tengamos tan valentía, ni tanta fuerza, ni ganas de gastar tiempo y dinero para un cambio real y radical.
Entiendo a esta pobre gente, pero yo estoy aquí y no quiero que la situación degenere
¡Pero por otro lado me dan una envidia!
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